Códigos de apariencia, simulación total
Este país no se hunde por los malos… sino por los que fingen ser buenos.”
Por Victoria Aburto
En este país, todos son decentes… o al menos, eso aparentan.
El corrupto, con la excusa de "ayudar a su gente", construye su propio imperio a costa del hambre de los demás, mientras se pavonea en sus redes sociales con fotos de beneficencia.
El juez, Convierte la justicia en trámite. "solo cumple órdenes", como si la justicia fuera un trámite burocrático y no la columna vertebral de una sociedad.
El periodista: “en nombre de la libertad de expresión”.
Se protege con palabras grandes mientras oculta verdades incómodas.
Defiende principios… que no aplica.
Su voz suena fuerte, pero su mirada es cómplice.
Usa la libertad de expresión como escudo.
El líder espiritual: “en el nombre de Dios”.
Susurra consuelos vacíos mientras la impunidad se expande como plaga.
Bendice crímenes disfrazados de destino.
Reza sobre las víctimas mientras los culpables caminan libres.
Convierte la culpa en devoción y la obediencia en cadenas.
Promete redención, pero asegura silencio.
Transforma la misericordia en negocio.
El político, "todos lo hacen", repitiendo el mantra de la corrupción como si fuera un virus inevitable, transmitido de generación en generación.
Su retórica suena tan convincente… que hasta él mismo se la cree por un instante, mientras la realidad se desmorona a su alrededor con estrépito sordo.
La corrupción no le avergüenza: la institucionaliza, la convierte en parte del paisaje, la eleva a la categoría de "mal necesario".
La transparencia es un adorno navideño, que solo luce bien en las fotos. La ética, un lujo exótico que solo aparece en los spots de campaña, esto podría aplicar a políticos de cualquier partido, color o ideología. Lamentablemente, la corrupción no entiende de banderas."
Y el ciudadano, escudándose en la falsa modestia de que "uno solo no puede cambiar nada", se convierte en cómplice silencioso de la injusticia, mientras se indigna en Facebook por el último escándalo.
Aquí, la ética es un traje de gala guardado en el armario, solo desempolvado para las grandes ocasiones: el discurso del Día de la Independencia, la foto con la organización benéfica, el posteo indignado en redes sociales.
Nos indigna la injusticia siempre y cuando no nos quite el pan de la boca. Nos ofende la corrupción mientras nos deje pasar primero en la fila. Nos duele el país, pero no tanto como para levantarnos del sofá y exigir un cambio real.
Vivimos en el teatro de los decentes, un escenario grotesco donde todos actúan bien, mientras todo está podrido entre bambalinas. La justicia hace reverencias serviles, los medios maquillan la verdad con Photoshop, los maestros enseñan obediencia ciega, “Los líderes religiosos bendicen la impunidad, ¿pero qué haría su Dios en su lugar?” y el pueblo aplaude con fervor, porque el aplauso no compromete, no exige, no duele.
Somos expertos en parecer, maestros del disfraz. Nos gusta la moral de escaparate, la conciencia en horario laboral, la virtud de temporada. Exigimos transparencia, pero vivimos del favor, del "yo te recomiendo", del "yo te ayudo". Hablamos de derechos, pero olvidamos los deberes, la responsabilidad, el compromiso. Criticamos el poder, pero lo imitamos en cuanto tenemos una migaja, reproduciendo los mismos vicios, las mismas injusticias. Criticamos el poder, pero lo imitamos en cuanto tenemos una mínima oportunidad. ¡Qué coherencia… a conveniencia!
El problema no es la corrupción, sino la comodidad, el conformismo, la apatía. No es la mentira, sino la costumbre, la normalización, la aceptación. No es el poder, sino la indiferencia, el "a mí qué me importa", el "yo no me meto". Porque mientras nos sigamos creyendo buenos por comparación, mientras nos conformemos con ser "decentes" en lugar de éticos, mientras sigamos aplaudiendo el espectáculo, la simulación, el país seguirá hundiéndose entre justificaciones baratas y promesas vacías.
La ética no se perdió: la hipotecamos a cambio de un plato de lentejas, de un puesto de trabajo, de un favor político. La justicia no murió: la vendimos en abonos con intereses usureros. Y la decencia no se extinguió: se volvió un negocio redondo, una fachada rentable, una máscara cómoda para ocultar la mediocridad.
Quizá por eso este país no necesita más santos… sino menos actores. Menos hipócritas con trajes planchados y sonrisas falsas. Menos aplausos y más acciones. Menos discursos y más compromisos.
Porque cuando la moral se convierte en un espectáculo, la verdad pierde valor, la justicia se vuelve una burla y el aplauso se transforma en la recompensa de los cómplices. ¡Qué desenlace tan… previsible!
Y ahí, en medio de tanto ruido, tanta pose y tanta hipocresía bien maquillada, resuena el silencio de aquellos que aún creen, quizás ingenuamente, que la ética no se proclama, sino que se vive. ¡Qué idealistas… en este mundo cínico!
Y tú, ¿qué papel eliges representar en esta comedia de la decencia? ¿El del espectador pasivo o el del actor comprometido con un final diferente? ¡La elección es tuya… y las consecuencias también!
“No todos son malos, ni todos son buenos… pero si el saco encaja, que se lo quede.”
Comentarios