El maíz del poder, cuando el hambre se vuelve política
“Los pueblos que no controlan su alimento, terminan siendo alimentados por el poder de otros.” Raúl Reyes Gálvez
El silencio del campo
Hay silencios que alimentan y silencios que matan.
El silencio del campo mexicano pertenece a los segundos.
Mientras los noticiarios celebran inversiones, nearshoring y crecimiento, los agricultores bloquean carreteras con una súplica que suena más a oración que a protesta: “Queremos precio justo.”
En el México del 2025 —país de milpas, machetes y discursos tecnocráticos— se cosecha más retórica que grano.
Nos hemos convertido en el mayor importador de maíz del mundo, superando incluso a China.
El maíz que sostiene nuestra dieta y nuestra identidad ya no brota de la tierra mexicana: llega en barcos desde Estados Unidos, subsidiado, transgénico y más barato que cualquier intento local de producirlo.
Lo barato, sin embargo, nos sale carísimo.
Cada tonelada importada es una hectárea menos cultivada, una comunidad desplazada, un productor que abandona la tierra.
Y, sobre todo, cada barco que atraca con maíz extranjero erosiona un poco más la soberanía alimentaria del país.
El tablero alimentario del poder
El maíz no es un producto: es poder.
Y en el juego geopolítico contemporáneo, quien controla el grano controla el destino.
China lo entendió; Estados Unidos lo financia; Europa lo protege.
México, en cambio, decidió comprarlo.
El gobierno presume estabilidad macroeconómica mientras reduce el presupuesto agrícola de 92 mil millones en 2015 a 74 mil en 2025.
No es una medida técnica: es una señal política.
El campo dejó de ser estratégico para el poder.
No da votos urbanos ni titulares; no tiene lobby ni hashtag.
Pero su silencio es peligroso: sin campo, no hay país.
Y en el tablero del poder, el abandono también es una jugada.
Se retira el apoyo para subordinar; se asfixia lo que no se controla.
Un campesino quebrado protesta, pero un campesino endeudado obedece.
Así opera la tecnocracia: convertir la política agrícola en un renglón contable.
Dependencia y hegemonía
El libre mercado agrícola es una ficción.
El productor estadounidense compite con subsidios; el mexicano, con deudas.
Y lo que se presenta como intercambio comercial es, en realidad, una estructura de subordinación.
Cada barco que llega desde Iowa o Kansas es una línea más en el contrato tácito de dependencia.
Mientras el discurso oficial repite la palabra “soberanía”, la tortilla depende del maíz extranjero.
El alimento se volvió un instrumento de hegemonía: un control silencioso que condiciona precios y políticas públicas.
Gramsci decía que una hegemonía se sostiene tanto por la fuerza como por el consentimiento.
Y el consentimiento de México hacia su dependencia alimentaria es casi absoluto.
El poder ha convencido al país de que es más moderno importar que sembrar, más rentable comprar que producir.
Cuando el hambre se vuelve política
El hambre no aparece de golpe; se cultiva.
Primero se recortan presupuestos, luego se desploman precios, después llegan los bloqueos.
Los agricultores piden 7,200 pesos por tonelada de maíz blanco; el gobierno ofrece 6,050.
En los despachos, la diferencia parece mínima.
En la vida rural, es la frontera entre subsistir o quebrar.
Los bloqueos carreteros no son vandalismo: son un grito político.
El campo se rebela contra su invisibilidad.
Y la historia mexicana lo recuerda: toda crisis política empieza con una crisis del campo.
Cuando la tierra se seca, se seca también la legitimidad del poder.
Seguridad nacional o sumisión
El tema alimentario debe asumirse como una cuestión de seguridad nacional.
Porque un país que no controla su comida no controla su destino.
La seguridad no se defiende solo con ejércitos ni con fronteras: se defiende con cosechas.
Un Estado que no garantiza alimento a su pueblo es un Estado sin blindaje.
Depender del maíz extranjero no es eficiencia: es vulnerabilidad.
Un conflicto internacional o una guerra comercial bastarían para poner en jaque la mesa de millones de familias.
Por eso, la soberanía alimentaria no es un tema agrario: es una política de Estado.
Y mientras el poder siga viendo el campo como una carga del pasado, seguirá hipotecando el futuro del país.
Replantear el campo no es nostalgia; es inteligencia estratégica.
Producir lo que comemos no es romanticismo, es supervivencia.
Y mientras el maíz sea tratado como mercancía y no como símbolo, México seguirá siendo una nación que come de prestado.
Última escena
En una carretera de Sinaloa, un agricultor detiene su tractor.
Sostiene una cartulina que dice, con letras rojas, “Sin maíz, no hay país.”
El viento levanta polvo, los camiones pasan sin mirar.
Un periodista le pregunta por qué sigue ahí, si el gobierno no responde.
El hombre sonríe, seca el sudor y contesta:
—Porque si dejamos de sembrar, dejamos de existir.
Esa frase vale más que cualquier discurso.
Porque el hambre —como el poder— también se hereda.
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