La ética: El teatro de los decentes
Entre la coherencia y la moral de escaparate.
Hay quienes confunden tener principios con declamarlos.
Los ves inflar el pecho hablando de moral, como si fueran la brújula del mundo, cuando en realidad no saben orientarse ni a sí mismos. Proclaman honestidad, pero callan cuando la mentira les acomoda. Predican rectitud, pero doblan la columna en cuanto un beneficio asoma la mano.
La ética no vive en los discursos, ni en los micrófonos, ni en las redes donde se fingen decentes. La ética está en los actos silenciosos, en la coherencia que nadie aplaude, en la lealtad que se mantiene aun cuando no hay público mirando.
Porque la verdadera medida del carácter no se da en lo que uno dice, sino en lo que uno hace cuando nadie lo ve. Y ahí, en ese instante desnudo de testigos, se caen los disfraces y aparecen los rostros verdaderos.
Hay hombres y mujeres que se visten de virtud para ocultar la corrupción que los habita. Que hablan de justicia mientras pactan con el abuso. Que fingen indignación para proteger sus intereses. Que se dan golpes de pecho mientras traicionan la verdad.
Son esos actores del poder y de la apariencia los que han convertido la ética en un accesorio, en una etiqueta vacía, en un discurso rentable.
Pero la ética —la verdadera— no necesita testigos ni reconocimiento. Se sostiene sola, sin propaganda. Es la decisión silenciosa de no vender la conciencia, de no fingir lo que no se es, de no esconder la cobardía detrás de una causa noble.
Porque, al final, los principios no se pronuncian: se viven.
Y en esa soledad donde nadie te observa, se revela lo que de verdad eres: un ser íntegro… o un actor barato jugando a ser santo.
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