Michoacán: la crónica de una crisis anunciada
“El fracaso del Estado ocurre cuando sus instituciones son tan débiles que no pueden mantener el orden o cumplir las funciones básicas.” Francis Fukuyama
La bronca que estalla
El 2 de noviembre de 2025, Michoacán dejó de ser solo un territorio en disputa: se convirtió en el epicentro de la desesperación nacional. La protesta en Morelia, desatada tras el asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, no fue un estallido súbito, sino la crónica de una crisis anunciada. Durante años, las advertencias estuvieron escritas en los muros de las carreteras y en las notas rojas silenciadas.
Ese día, entre copal y cempasúchil, el pueblo irrumpió en el Palacio de Gobierno como quien rompe un silencio impuesto. Fue catarsis colectiva: la liberación violenta de un miedo acumulado. No fue vandalismo, sino síntoma. Un espejo de la enfermedad que corroe a México: la renuncia del Estado a proteger a sus ciudadanos y garantizar un orden mínimo. La ciudadanía no asaltó un edificio; asaltó la indiferencia.
El contexto: un Estado asediado y vaciado
Michoacán no cayó en la violencia por azar. Cayó porque fue abandonado y desmantelado. Durante décadas, el narco tejió su red en los espacios que el Estado dejó vacíos: primero los caminos rurales, luego los mercados, después los municipios. Hoy controla precios, cosechas, rutas y hasta campañas políticas. La autoridad formal convive —o compite— con la criminal, en una simbiosis perversa donde es difícil distinguir entre uniforme y sicariato.
El asesinato de Carlos Manzo —un alcalde que se negó a negociar— fue el detonante de un hartazgo acumulado. Lo mataron durante una ceremonia del Día de Muertos, como si quisieran enviar un mensaje: en Michoacán ni los muertos tienen descanso. Su velorio se volvió otro escenario de ruptura. El gobernador Alfredo Ramírez Bedolla fue recibido con abucheos, empujones y una cachetada simbólica. Lo corrieron. Esa imagen retrata el quiebre total entre el poder y el pueblo. El gobernante ya no representa; solo sobrevive entre escoltas, mientras la sociedad se organiza para protegerse de quienes deberían protegerla.
La marcha: el grito de los olvidados
Ese 2 de noviembre, unos 500 ciudadanos marcharon hacia el Palacio de Gobierno. Llevaban la rabia como pancarta y el miedo tatuado en la piel. Lo que comenzó como protesta terminó en cristales rotos y muros pintados con consignas de dolor. La violencia, aunque condenable, no puede analizarse sin contexto: es la reacción de una sociedad asfixiada por la impunidad.
En teoría política, la rebelión surge cuando se agota la legitimidad. La obediencia es un contrato de seguridad; al romperse el Estado, se rompe la obligación de obedecer. Los ciudadanos ya no creen en las instituciones. No confían en la policía —por temor o complicidad— ni en los jueces —por corrupción—. Han comprendido que el monopolio de la violencia legítima ya no lo ejerce el Estado, sino el crimen. La paradoja es que, para sobrevivir, hay que desconfiar del uniforme y, a veces, negociar con quien porta el fusil.
Michoacán: el Estado fantasma
Max Weber definió al Estado como quien detenta el monopolio legítimo de la violencia. Pero ¿qué ocurre cuando ese monopolio se privatiza? Cuando la violencia se convierte en negocio del crimen, el Estado se transforma en espectro: burocrático, sin alma ni control territorial real.
En Michoacán, el narco no es fuerza subterránea; es poder visible, árbitro cotidiano. Decide quién vive, quién comercia, quién gobierna. En muchas comunidades, los grupos criminales resuelven conflictos, ofrecen empleo y garantizan seguridad. Operan como un Estado paralelo, más eficaz en el terror que el formal en la ley.
La politología llama a esto “fallo funcional del Estado”: mantiene fachada institucional —elecciones, burocracia, discursos— pero carece de soberanía real. Michoacán encarna esa disonancia. Tiene gobernador, congreso y policía… pero no control. La expresión “Estado fallido” no es exageración: un gobierno que no garantiza la vida ni el derecho a vivir sin miedo ha fallado. Y si necesita permiso de las mafias para gobernar, ha renunciado a su esencia.
La respuesta del poder: discursos vacíos, legitimidad rota
El gobierno respondió como siempre: condenó “vandalismo”, prometió sanciones y emitió comunicados. Pero el pueblo ya no escucha palabras; exige hechos. La legitimidad no se sostiene con discursos, sino con presencia efectiva. En Michoacán, el Estado está ausente: en los territorios, en la justicia, en la moral.
La corrupción ha disuelto la frontera entre crimen y gobierno. La ciudadanía lo sabe y ya no distingue entre buenos y malos. Para muchos, todos forman parte de la misma estructura de sometimiento. Paradójicamente, mientras el Estado se justifica, el crimen cumple funciones sociales: reparte despensas, organiza fiestas, ofrece préstamos. Son formas torcidas de autoridad, pero autoridad al fin, que suplen la deserción estatal.
Más allá de los cristales rotos
Condenar la violencia ciudadana sin confrontar la violencia estructural que la engendra es hipocresía. Michoacán no necesita más policías; necesita más justicia. No requiere más discursos; requiere más Estado: uno que sane sus instituciones, depure sus fuerzas, rompa pactos de impunidad y reconstruya confianza desde abajo. La única respuesta legítima es la justicia sin miedo.
El 2 de noviembre quedará como el día en que el miedo se volvió furia. No fue una protesta cualquiera: fue un acto político de dignidad desesperada.
Última escena: la advertencia de los sombreros blancos
En el velorio de Manzo, miles levantaron sombreros blancos. No eran adornos; eran símbolos de un pueblo que se niega a rendirse. Esa imagen —sombreros en alto frente a un gobierno arrodillado— debería perseguir a toda la clase política. El blanco no es paz; es hartazgo. La señal de que se cruzó un límite moral.
Michoacán no es un caso aislado: es un espejo. Lo que hoy arde en Morelia podría arder mañana en cualquier rincón donde el Estado siga fingiendo que gobierna. El narco no derrotó a Michoacán; lo sustituyó. Y esa sustitución no se revierte con helicópteros, sino con moral, justicia y Estado de verdad.
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