No murieron: se transformaron - 1
No murieron: se transformaron

No murieron: se transformaron

En vísperas de recibir las almas, esencias y espíritus de aquellos seres amados que dejaron este plano y avanzaron a otras formas de vida —formas que escritores y poetas han imaginado como un lugar mejor—, recordamos que la muerte es la única verdad de la que nadie escapa.
Ella no conoce límites: todo lo que está vivo le pertenece.
¿Pero es la muerte el fin?
De corazón, mi creencia es que no. Una vez la muerte nos alcanza, renace la vida del recuerdo: las historias heroicas y mágicas de los andares de quien yace tendido —o tendida—, o vuelto cenizas, resultado del fuego que transforma todo lo que toca.
El recuerdo vive en el corazón y la mente de quienes en vida cruzaron miradas, manos y brazos en un abrazo; labios y aromas en un beso; anécdotas y lágrimas cuando nos acompañaron y nos brindaron su presencia para no caminar solos.
Eso vive, y vivirá en la eternidad —en el firmamento azul e inmenso—, pues todo esto no es ajeno al amor, a la energía que da la vida y da la muerte.
La vida continúa, aunque pesada, después de perder a un ser querido. El duelo se atraviesa día con día hasta que aprendemos a vivir con él. Por eso y más, la muerte no es el fin: es el paso a una forma de entender la vida sin el otro; de encarnar las lecciones que, con palabras y acciones, esos seres intentaron hacernos entender en vida.
Es cantar sus canciones con la rabia y la alegría con las que ellos las vibraron. Es valorar la vida desde distintos ángulos y lugares en la tierra, y saber que en el aire está su canto guardado; en el agua, su llanto y la fuerza de los ríos que reflejan la intensidad de su amor; en el fuego, su alma danzante y alegre; y en la tierra, la huella de sus nombres y apellidos, alimentando la misma tierra de la que en vida se alimentaron.
Larga vida a nuestros muertos.

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