PAN contra PAN: la guerra de los espejos
“Cuando un partido pierde su relato, no necesita enemigos: se destruye a sí mismo.”
En el tablero azul del poder, el Partido Acción Nacional parece jugar una partida de ajedrez contra sí mismo. De un lado, Jorge Romero, el dirigente nacional que intenta vestir al PAN con ropajes modernos, habla de una “derecha social” que abraza la diversidad y defiende a “todas las familias”. Del otro, Raúl Tortolero, consejero nacional y cruzado de la “contrarrevolución cultural”, grita “¡Viva Cristo Rey!” y denuncia una conspiración del “marxismo posmoderno” que —según él— amenaza la moral cristiana.
Ambos son panistas. Ambos creen tener la verdad. Pero sus discursos no solo no se tocan: se anulan.
Y es que el PAN vive una crisis de narrativa política, esa pérdida del hilo conductor que unifica creencias, símbolos y emociones en un mismo relato colectivo. Si la narrativa es el alma de la política —como diría Laclau—, el PAN sufre hoy una especie de esquizofrenia ideológica: un partido que en su intento por “modernizarse” reniega de su propio ADN, pero sin el valor de construir una nueva identidad.
La derecha que quiere parecer moderna
Jorge Romero busca lo que Gramsci llamaría una “reforma moral e intelectual”, una nueva hegemonía dentro de la derecha mexicana. Su discurso pretende reconciliar al PAN con las libertades individuales y los derechos de las minorías. Habla de inclusión, adopción homoparental y respeto a las decisiones de las mujeres, aunque manteniendo reservas doctrinarias sobre el aborto. Es un intento por suavizar la rigidez de la vieja doctrina cristiana y reencuadrar la narrativa panista hacia un terreno más “centrista”.
Pero la verdad es que el relato de Romero suena a marketing político más que a convicción. Es el guion de una derecha que, al verse arrinconada por la hegemonía progresista de Morena, decide fingir modernidad para sobrevivir. No cambia por ideología, sino por necesidad. No es evolución, es mimetismo.
Su “derecha social” no nace de un proyecto ético, sino de un cálculo electoral: adaptarse para no morir. Pero en política —como en el ajedrez— quien juega para sobrevivir, termina perdiendo la iniciativa.
El cristero digital
En la esquina opuesta, Raúl Tortolero encarna el retorno del fundamentalismo político. Se autodefine como un “cristero del siglo XXI”, predica una cruzada contra el progresismo, y promueve una “contrarrevolución cultural” que mezcla religión, nacionalismo y conspiración. Habla del “supremacismo LGBT” y del “globalismo luciferino” con el mismo fervor con el que los inquisidores veían al demonio en los libros de Copérnico.
Lo paradójico es que Tortolero es homofóbico en su narrativa pública. Una contradicción que simboliza, mejor que cualquier teoría, la fractura moral del panismo contemporáneo: un partido atrapado entre el deseo de parecer liberal y el miedo a dejar de ser conservador.
Su discurso no solo desafía la línea de Romero; la ridiculiza. Mientras el dirigente nacional ondea la bandera del arcoíris con sonrisa institucional, su consejero cristero exige bajarla en nombre de Dios. Y ahí está el retrato del PAN actual: dos panistas enfrentados por la bandera que supuestamente los representa.
El fin del relato Cristiano
La narrativa del PAN nació en los años 30 como una reacción moral al Estado posrevolucionario: una cruzada de empresarios católicos, clases medias y moralistas contra el “materialismo socialista”. Su fuerza residía en su coherencia simbólica: Dios, familia, libertad, propiedad. Todo encajaba.
Pero hoy, esa narrativa se ha agotado. La modernidad los alcanzó, la sociedad se diversificó, y la hegemonía moral ya no les pertenece.
El problema no es que el PAN evolucione; el problema es que no sabe hacia dónde. Quiere ser moderno sin dejar de ser clerical, incluyente sin dejar de ser moralista, progresista sin dejar de citar al Papa. Es una derecha que busca quedar bien con todos y termina quedando mal con todos.
La incoherencia ideológica no es un detalle: es un síntoma de crisis de hegemonía. En términos gramscianos, el PAN ha perdido su capacidad de representar un bloque histórico coherente. Ya no articula los valores de una clase ni de un sector social. Es, literalmente, una marca sin narrativa.
La guerra de los espejos
Lo que vemos en el PAN es una guerra de espejos: un reflejo deformado de sí mismo. Mientras Romero habla de “todas las familias”, Tortolero insiste en “la familia natural”. Mientras uno busca alianzas con feministas moderadas, el otro reza el rosario para detener la “ideología de género”. Mientras la dirigencia mira a Vox como referencia estética, el panismo joven huye de esa asociación.
El lema “Patria, Familia y Libertad” pretendía ser un guiño al electorado conservador; terminó pareciendo una copia mal hecha de la ultraderecha española. Lo que en Vox es convicción, en el PAN es eslogan.
Y la verdad, ningún eslogan salva a un partido sin relato.
La última escena
Imaginemos la convención nacional panista como una tragicomedia mexicana: en el escenario, Jorge Romero sonríe con el arcoíris en la solapa; entre el público, Tortolero levanta el rosario y murmura “esto es obra del demonio”. La cámara se acerca, y ambos —sin saberlo— recitan el mismo lema: “Patria, Familia y Libertad”. Solo que uno lo dice con la voz de RuPaul, y el otro con la de un cura cristero.
Y ahí termina la escena: con un partido que no sabe si poner un arcoíris en su logo o una cruz en su bandera. Un PAN que se pelea con su sombra, que confunde el espejo con el enemigo y que cree que puede construir hegemonía con discursos que se cancelan entre sí.
En el juego del poder, la incoherencia es el jaque mate de los débiles. Y el PAN, hoy, juega solo contra sí mismo.
En política, como en la narrativa, la identidad no se improvisa: se construye o se pierde. El PAN intenta escribir una nueva historia sin borrar la anterior, pero el resultado es un guion con dos finales que se contradicen. Uno habla de inclusión; el otro de cruzadas.
Y mientras discuten quién tiene razón, el poder —ese tablero donde se juegan las hegemonías— ya cambió de manos.
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