El voto como espejo: cuando la percepción decide más que los programas - 1
El voto como espejo: cuando la percepción decide más que los programas

El voto como espejo: cuando la percepción decide más que los programas

“El poder no se ejerce solo con leyes o con ejércitos, sino con significados. Quien logra definir lo que la gente siente, termina gobernando lo que la gente piensa.” Giovanni Sartori,

En política, la percepción es una forma de realidad. Lo sabía Maquiavelo cuando advertía al príncipe que “todos ven lo que pareces, pocos sienten lo que eres”. Lo comprendió también Donald Trump, quien construyó su poder sobre una narrativa emocional más que sobre un programa político. Y, sin embargo, en las elecciones estatales y locales del 4 de noviembre de 2025, esa maquinaria de percepciones que alguna vez lo llevó a la Casa Blanca comenzó a desmoronarse.

Los estadounidenses votaron sin Trump en la boleta, pero con él en la cabeza. Cada papeleta fue una microdecisión sobre el tipo de país que desean habitar: uno atrapado en la confrontación o uno que busca estabilidad. El resultado fue un triunfo demócrata que, más que un voto de confianza, fue un voto de fatiga: fatiga ante el ruido, ante la polarización, ante la política entendida como espectáculo de guerra.

La nacionalización del sentir

La política estadounidense —como la mexicana, y en realidad como casi todas las democracias contemporáneas— se ha nacionalizado emocionalmente. Los ciudadanos ya no votan tanto por su alcalde o su gobernador, sino por el eco simbólico que esas figuras representan dentro del tablero nacional. Las elecciones locales son plebiscitos emocionales sobre el clima político general.

Esa es la paradoja del siglo XXI: la globalización del descontento y la uniformidad de los miedos. En Nueva Jersey, Mikie Sherrill no le ganó a Jack Ciattarelli: lo derrotó la sombra de Trump. En Virginia, Abigail Spanberger no venció solo con propuestas, sino con la promesa implícita de que la política aún podía ser un ejercicio de sensatez. Y en Nueva York, Zohran Mamdani, primer alcalde musulmán de la ciudad, demostró que la diversidad, cuando se combina con narrativa, puede ser también una forma de hegemonía.

Pero detrás del entusiasmo hay una lectura más profunda. La derrota republicana no fue solo electoral, sino perceptiva. Los votantes ya no asocian el trumpismo con prosperidad ni con autoridad. Lo asocian con caos, con redadas migratorias sin sentido, con la sensación de que el Estado perdió la brújula moral. Y en política, cuando la percepción se tuerce, el poder se oxida.

La psicología del voto cansado

Desde la psicología política —esa disciplina que nos recuerda que el voto es más una emoción que una decisión racional— podemos entender lo ocurrido como un fenómeno de saturación simbólica. Durante una década, el trumpismo operó bajo la lógica del conflicto permanente: enemigos internos, medios traidores, élites corruptas. Esa estrategia, eficaz en tiempos de campaña, es tóxica en tiempos de gobierno.

 

El votante promedio no vive de teorías ni de ideologías; vive de percepciones tangibles: la inflación en el supermercado, el cierre del gobierno que deja sin salario a empleados públicos, la falta de acuerdos que bloquea soluciones cotidianas. Por eso, el cierre de 40 días del gobierno federal fue el punto de quiebre emocional. No se votó contra Trump por ideología, sino por agotamiento.

Aquí se activa una vieja ley del poder: quien gobierna desde la confrontación termina siendo devorado por ella. El trumpismo, diseñado para dividir, terminó fragmentando a su propia base. Y en esa grieta se coló un mensaje simple pero potente de los demócratas: la política puede volver a servir para algo.

El regreso del voto hispano

El regreso del voto hispano al Partido Demócrata en las elecciones del 4 de noviembre de 2025 fue un fenómeno clave en varios estados, especialmente en Nueva York, Virginia y Nueva Jersey, donde los candidatos demócratas obtuvieron una mayoría significativa del voto latino.

La comunidad hispana fue el termómetro más claro del cambio de ánimo político. Los mismos votantes que en 2024 coquetearon con el discurso del “sueño americano” trumpista, en 2025 regresaron a las urnas con una mezcla de hartazgo y memoria. El rechazo al extremismo y a la retórica del movimiento MAGA, las deportaciones masivas, el abandono de las políticas sociales y la falta de sensibilidad hacia la vida cotidiana del migrante se transformaron en un voto de castigo.

La economía también pesó. El alza en el costo de vida, la vivienda inaccesible y la precarización del empleo empujaron a miles de latinos a mirar hacia los demócratas, quienes ofrecieron propuestas más concretas en temas como transporte, salud y control de rentas. En barrios como Passaic, Hudson o el Bronx, el mensaje resonó no por ideología, sino por supervivencia.

La narrativa del Partido Demócrata —centrada en la inclusión y la representación— volvió a tener rostro y acento latino. Mamdani en Nueva York encarnó esa promesa de pluralidad real. Pero más allá de los nombres, lo decisivo fue el sentimiento: una comunidad que se sintió vista de nuevo. En política, el reconocimiento también es una forma de poder.

De la narrativa de la fuerza a la narrativa del orden

Toda hegemonía se construye con un relato, y ese relato tiene ciclos. Trump impuso la narrativa de la fuerza —el outsider que desafía al sistema—, pero los votantes empiezan a demandar la narrativa del orden. En los suburbios de Nueva Jersey y Virginia, los electores que alguna vez lo apoyaron ahora temen el ruido y añoran la normalidad.

En el fondo, lo que colapsa no es solo una coalición electoral, sino una estructura simbólica: la idea de que el enojo basta para gobernar. La victoria de figuras como Spanberger y Sherrill representa la emergencia de un nuevo pragmatismo emocional, una suerte de centrismo con rostro humano. No prometen utopías ni revoluciones; prometen gestión, equilibrio y un tono civilizado en el discurso.

Y es que el poder, cuando se narra desde la mesura, también seduce. El lenguaje político está volviendo a valorarse como instrumento de reconciliación, no como arma de guerra. Ese cambio discursivo puede parecer menor, pero en la política contemporánea —donde las percepciones pesan más que los hechos— es revolucionario.

Los límites de la identidad

Trump reinventó la identidad republicana apelando a los blancos sin título universitario y a ciertos sectores latinos conservadores. Pero esa coalición era un castillo de arena: dependía de su presencia personal, de su teatralidad. Sin él en la boleta, la emoción se desvanece. La lealtad, como la fe, necesita rituales constantes, y el trumpismo es una religión sin templos intermedios.

Mientras tanto, los demócratas están aprendiendo a rearticular su propia narrativa de identidad. Lo hacen desde la inclusión, pero también desde la eficacia. El triunfo de Mamdani, más allá de su simbolismo cultural, demuestra que la diversidad no se traduce en victoria si no se combina con gestión. En eso radica su diferencia: construye comunidad, no solo visibilidad.

El espejo americano

En realidad, lo que vimos el 4 de noviembre no fue un simple ajuste de fuerzas, sino un espejo. Los votantes devolvieron al sistema su propio reflejo: cansancio, deseo de estabilidad, urgencia de soluciones. La política nacionalizada convierte cada elección local en una especie de termómetro del ánimo colectivo. Y el termómetro hoy marca fiebre.

En el fondo, la derrota republicana es una advertencia sobre el riesgo de confundir la emoción con la convicción. Los ciudadanos pueden gritar contigo en la calle, pero te juzgarán por lo que sienten en casa. Y si lo que sienten es incertidumbre, no habrá discurso que los retenga.

Última escena: la lección invisible

El 4 de noviembre no fue solo una jornada electoral: fue una radiografía del desgaste emocional de una nación. Las urnas, una vez más, funcionaron como espejo psicológico. El voto, ese acto aparentemente racional, volvió a ser un gesto profundamente humano: una mezcla de esperanza, hastío y necesidad de creer que alguien, en algún lugar, todavía gobierna para ellos.

Y así, mientras Trump medita entre sus fieles y los demócratas celebran entre sus sombras, la verdadera lección queda flotando en el aire: en la política moderna no gana quien grita más, sino quien logra que la gente vuelva a respirar en paz.

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